miércoles, 15 de octubre de 2014

Día 15 (Parte I). Torrevieja Zombie.

El color del cielo pintaba el amanecer. Habíamos tardado toda una noche en llegar hasta el centro. Los coches taponaban todas las calles del centro de la ciudad. De vez en cuando también nos asaltaban oleadas de zombies, pero los hombres que nos tenían secuestrados se las apañaban muy bien para librarse de ellos. Con el furgón blindado podíamos atravesar las calles empujando lentamente los coches, pero al llegar a la calle Ramón Gallud fue imposible continuar sobre ruedas.
- Nos bajamos aquí - dijo el cabecilla sentado en el asiento del copiloto.
Se abrieron las puertas y dos hombres encapuchados nos sacaron a todos a empujones a los pies de dos hombres más. Estábamos en la propia calle Ramón Gallud. El Telepizza a nuestra izquierda. La calle continuaba hasta la Plaza de la Constitución llena de coches y obstáculos varios. Asun cayó mal del empujón y se torció un tobillo que comenzaba a hincharse lenta pero incontrolablemente. Aproveché la situación para jugar otra carta más.
- Vamos nosotros - comencé -. Ellos nos van a atrasar. Déjalos aquí y vamos nosotros.
El tipo se lo pensó considerablemente. Aproveché el momento para fijarme más detenidamente en él. No había podido hasta el momento. Era un hombre de piel muy blanca, probablemente de algún país de Europa del este, pero sin acento; era grande como un armario y llevaba un chaleco antibalas en el pecho. Tenía el pelo rubio rapado por los laterales. Me recordaba a alguien, pero no caía a quien.
- Desátalos y déjalos aquí - insistí -. Ellos no tienen ni puta idea de dónde está el oro.
Ni yo mismo sabía lo que decía, pero algo tenía que hacer. El jefe ordenó que se les desatase. Gema rápidamente ayudó a su amiga Asun a levantarse del suelo y se sentaron en el bordillo de la acera. Claire se puso tras ellas junto con Mari, y Javier me miró pidiéndome explicaciones. Les giñé un ojo para despedirme. Realmente no tenía ninguna esperanza de sobrevivir.
- Tenéis suerte - les dijo el jefe.
Anduvimos la calle por la acera sorteando cada obstáculo que nos salía al paso. No me permití el lujo de mirar atrás.
A la altura del Banco Santander, con sus letras doradas vigilándonos, nos asaltó un hombre muerto trajeado con un agujero en el pecho lleno de pólvora. Sus garras estiradas hacia nosotros y el olor a putrefacción y muerte me hicieron estremecer. Caí de rodillas, pero mis secuestradores me levantaron rápidamente. Paracía que no tenían tiempo que perder.
Continuamos por la calle más silenciosa de lo normal. No se oía nada, y era algo espeluznante y aterrador. Pasamos el Hotel Central, la parada del bus y el bingo sin ningún problema. Oímos ruidos dentro de la tienda Tien 21. Ruidos que me hicieron recordar a mi hermano. Pero continuamos en nuestra silenciosa ida hacia el ayuntamiento. Casi me derrumbo cuando pasamos por el portal de mi casa, pero hice de tripas corazón y continué andando. Por suerte la herida de mi hombro había dejado de sangrar, y me había acostumbrado a la falta de las dos muelas.
- ¿Para qué queréis el oro? - pregunté entre susurros.
- ¿Cómo crees que es el comercio durante el Apocalipsis? - respondió el jefe.
- ¿Y no te vale con el dinero del Monopoli?
Me merecí ese puñetazo en el estómago, pero me reí con la subrealista escena: me había secuestrado unos simples ladrones que querían enriquecerse con la situación y, vete tú a saber por qué, pretendían que yo les llevase hasta su fortuna. Todo esto rodeado de gente muerta que quería devorarnos a todos a la primera oportunidad que tuviesen.
- Podríais al menos soltarme las ataduras, puedo ser de ayuda, y no sabría escapar de vosotros.
Por alguna razón que atribuí a un trombo cerebral el jefe me soltó, no sin antes amenazarme de muerte si intentaba huír. Me masajeé las muñecas dormidas y comprobé la herida del hombro. Totalmente cianótica. Malo.
Llegamos a la esquina de la tienda Rumbo. Ya podíamos ver la plaza. Pero personalmente era algo que no quería ver. La plaza estaba abarrotada de zombies. Se les oía zumbar y gruñir. Estaban absortos y quietos, innactivos hasta el momento que algo les despertase de su letargo y se convirtiesen en soldados de la muerte. Eran centenares de ellos. Se habían reunido en la plaza seguramente persiguiendo a alguien que se había ido a refugiar en el peor de los sitios. Realmente temía ver la cara de algún familiar en la plaza.
- En el ayuntamiento está el oro - inventé -. Seguramente en el sótano habrá alguna caja fuerte.
Estos tipos eran idiotas, pero tenía que llevar mucho cuidado. Idiotas con armas es una amenaza bastante grave.
- ¿Y cómo llegamos? - preguntó uno de los cuatro hombres encapuchados.
- Podemos rodear la zona - respondí el primero -. O podemos abrirnos paso a tiros.
Nota mental: no gastar bromas con estos tipos. Al jefe le pareció una idea brillante mi intento de gracieta, hizo recuento de armas y se le iluminó la cara -y probablemente se le puso dura la entrepierna- cuando contó más de doscientas balas entre pistolas y fusiles de asalto.
Si tenía alguna esperanza de sobrevivir, se desvaneció en ese mismo momento.

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