miércoles, 15 de octubre de 2014

Día 5. Torrevieja Zombie.

Me bajé del camión con pies de plomo y corazón de cristal. Hasta una brisa de viento hacía que me sobresaltase y volviese corriendo a la seguridad relativa de la cabina. Miré una y mil veces por todos los lados y no vi a nadie. Habíamos pasado un día entero sin movernos de la gasolinera, sin comer ni beber nada, esperando un ataque que jamás llegó. Y ahora, muertos de hambre, me tocaba bajar a por víveres a la tienda.
Primero cogí la manguera de diesel y la enchufé al bidón. Estaba pendiente de todo lo que me rodeaba, absolutamente todo. A lo lejos veía cómo un Ford Fiesta rojo se terminaba de calcinar. Justo frente a la BP, el Mesón Don Pancho estaba cerrado a cal y canto, con tablas de madera en los ventanales, como si se lo hubiesen olido y se hubiesen adelantado a todos. Tampoco pensé en aquel momento que alguien podría estar dentro.
Una vez lleno el depósito de gasolina quité la manguera y la dejé en su sitio. Fue en ese momento cuando me di absoluta cuenta de que no podríamos ir al centro de la ciudad en el camión. La calle Apolo se había convertido en un estrecho taponado de coches, furgonetas y camiones. Se había colapsado como lo hacen los embudos cuando se fuerza su capacidad. Decenas de personas habían intentado escapar del centro de Torrevieja por el mismo lado, entorpeciéndose unos a otros y creando una estampida de acero y chispas en el cuello de botella que es la calle Apolo. Pero lo más inquietante no era lo siniestro del accidente. Sino que no había un solo cadáver. Ni un solo cuerpo encerrado. Los cristales rotos llenos de sangre, pero nadie entre ellos. Tragué saliva esperando que el escalofrío que me recorrió la espalda terminase pronto.
Miré una vez más a la calle Apolo y otra a Javi y me dirigí a las puertas de la tienda de la gasolinera. El alma en los pies, que arrastraba más por hambre que por ganas de entrar en la tienda. Empujé las puertas de cristal tan despacio que apenas se movían unos centímetros cada minuto. No quería correr el riesgo de hacer algún ruido y que del fondo de la tienda apareciese un zeta para morderme. No quería morir en una gasolinera. La puerta cedió del todo, parecía que no había nada en el interior que pudiese asustarme más que las sombras. Me acerqué al mostrador y miré al otro lado para cerciorarme de que nada se escondía tras él. Aproveché para coger un par de bolsas de plástico, que rápidamente llené de bebida y comida para una semana.
De repente el motor del camión aulló en el silencio. Tan rápido como pude di zancadas hasta la puerta. No había nada de qué asustarse, Javier me levantaba el dedo pulgar indicándome que todo iba bien. Más tranquilo caminé hasta el camión, paso a paso, con una calma anormal para la situación.
Fue demasiado tarde cuando me di cuenta. Javi me hacía señales para que me apresurara, pero yo estaba en la inopia y no entendía nada de lo que me decía. La puerta de los baños se abrió de par en par para dejar escapar a un hombre de unos treinta años con un agujero en el estómago y una mujer con las bragas por el suelo a la que le faltaba medio brazo izquierdo. Ambos muertos, lógicamente. Me persiguieron en mi felicidad y me alcanzaron. Cuando sentí sus brazos en mi espalda creí que ya estaba muerto. Con un gesto más de supervivencia que de cobardía giré mis brazos tan rápido como pude, dándoles a ambos con las dos bolsas de comida y bebida en el costado de sus cuerpos sin vida. Cayeron al suelo y yo pude escapar, pero del ímpetu trastabillé y caí de bruces contra el suelo.
Quedando completamente inconsciente...

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